Tengo un dragón. Ya me gustaría a mí que fuera como Desdentado, el furia nocturna de “Cómo entrenar a tu dragón”, capaz de transformar el miedo en encuentro y cooperación. O como los de Daenerys Targaryen, tan prácticos para tomar conciencia de la identidad y el poder de una misma.
Pues no, mi dragón es más bien pequeñajo y casi siempre inofensivo, pero a veces, como todos los dragones, anhela un tesoro. No uno como el que custodia el terrible Smaug, el dragón de El Hobbit, que fue construido con el esfuerzo de los enanos (y enanas, supongo) a quienes Smaug expolió y expulsó de su reino bajo la montaña. El tesoro que anhela mi dragón es más bien pequeño burgués: una vida cómoda e idílica, tipo comedia romántica, con sus buenas dosis de amor, amistad, espiritualidad, solidaridad y “buenrollismo” en general.
Comprenderéis que, en Navidad, mi pobre dragón se…
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